DISCUSIÓN DEL PRIMER DÍA.- CONSTAMOS DE CUERPO Y ALMA. EL ALIMENTO DEL CUERPO
Y DEL ALMA.- NO ES DICHOSO EL QUE NO TIENE LO QUE QUIERE.- NI EL QUE TIENE
CUANTO DESEA.- QUIÉN POSEE A DIOS.- EL ESCÉPTICO NO PUEDE SER FELIZ NI SABIO
7. ¿Os parece cosa evidente que nosotros constamos de cuerpo y alma?
Asintieron todos menos Navigio, quien confesó su ignorancia en este punto. Yo
le dije:
- ¿No sabes absolutamente nada, nada, o aun esto mismo ha de ponerse entre
las cosas que ignoras?
-No creo que mi ignorancia sea absoluta -dijo él.
-¿Puedes indicarme, pues, alguna cosa sabida? -le pregunté yo.
-Ciertamente -respondió.
-Si no te molesta, dila.
-¿Sabes a lo menos si vives? -le pregunté al verlo titubeando.
-Lo sé.
-Luego sabes que tienes vida, pues nadie puede vivir sin vida.
-Hasta ese punto ya llega mi ciencia.
-¿Sabes que tienes cuerpo? (Asintió a la pregunta.) Luego ¿ya sabes que
constas de cuerpo y vida?
-Sí, pero si hay algo más, no lo sé.
-No dudas, pues, de que tienes estas dos cosas: cuerpo y alma, y andas
incierto sobre si hay algo más para complemento y perfección del hombre.
-Así es.
-Dejemos para mejor ocasión el indagar eso, si podemos. Pues ya confesamos
que el cuerpo y el alma son partes que componen al hombre, ahora os pregunto a
todos para cuál de ellas buscamos los alimentos.
-Para el cuerpo -respondió Licencio.
Los demás dudaban y altercaban entre sí corno podía ser necesario el alimento
por razón del cuerpo, cuando lo apetecíamos para la vida, y la vida es cosa del
alma. Intervine yo diciendo:
-¿Os parece que el alimento se relaciona con aquella parte que crece y se
desarrolla en nosotros?
Asintieron todos menos Trigecio, el cual objetó:
-¿Por qué entonces yo no he crecido en proporción del apetito que tengo?
-Todos los cuerpos -le dije- tienen su límite en la naturaleza, y no pueden
salirse de su medida; pero esta medida sería menor si le faltasen los alimentos,
cosa que advertimos fácilmente en los animales, pues sin comer reducen su
volumen y corpulencia todos ellos.
-Enflaquecen, no decrecen -observó Licencio.
-Me basta para lo que yo intento, pues aquí discutimos si el alimento
pertenece al cuerpo, y no hay duda de ello, porque, suprimiéndolo, se adelgaza.
Todos se arrimaron a este parecer.
8. Y del alma, ¿qué me decís? -les pregunté-. ¿No tendrá sus alimentos? ¿No
os parece que la ciencia es su manjar?
-Ciertamente -dijo la madre-, pues de ninguna otra cosa creo se alimente el
alma sino del conocimiento y ciencia de las cosas.
Mostrándose dudoso Trigecio de esta sentencia, le dijo ella:
-Pues ¿no has indicado tú mismo hoy cómo y de dónde se nutre el alma? Porque
al poco rato de estar comiendo, dijiste que no has reparado en el vaso que
usábamos por estar pensando y distraído en no sé qué cosas, y, sin embargo, no
dabas paz a la mano y a la boca. ¿Dónde estaba entonces tu ánimo, que comía sin
atender? Créeme que aun entonces el alma se apacienta de los manjares propios,
es decir, de sus imaginaciones y pensamientos, afanosa de percibir algo.
Provocóse una reyerta con estas palabras, y yo les dije:
-¿No me otorgáis que las almas de los hombres muy sabios y doctos son en su
género más ricas y vastas que las de los ignorantes?
-Cosa manifiesta es -respondieron unánimes.
-Con razón decimos, pues, que las almas de los ignorantes, horros de las
disciplinas y de las buenas letras, están como ayunas y famélicas.
-Yo creo -repuso Trigecio- que sus almas están atiborradas, pero de vicios y
perversidad.
-Eso mismo -le dije- no dudes, es cierta esterilidad y hambre de las almas.
Pues como los cuerpos faltos de alimentos se ponen muchas veces enfermos y
ulcerosos, consecuencias del hambre, así las almas de aquéllos están llenas de
enfermedades, delatoras de sus ayunos. Porque a la misma nequicia o maldad la
llamaron los antiguos madre de todos los vicios, porque nada es. Y se llama
frugalidad la virtud contraria a tal vicio. Así como esa palabra se deriva de
fruge, esto es, de fruto, para significar cierta fecundidad espiritual, aquella
otra, nequitia, viene de la esterilidad, de la nada, porque la nada es aquello
que fluye, que se disuelve, que se licua, y siempre perece y se pierde. Por eso
a tales hombres llamamos también perdidos. En cambio, es algo cuando permanece,
cuando se mantiene firme, cuando siempre es lo que es, como la virtud, cuya
parte principal y nobilísima es la frugalidad y templanza. Pero si lo dicho os
parece obscuro de comprender, ciertamente me concederéis que si los ignorantes
tienen llenas sus almas, lo mismo para los cuerpos que para las almas, hay dos
géneros de alimentos: unos saludables y provechosos y otros mortales y nocivos.
9. Siendo esto así, y averiguando que el hombre consta de cuerpo y alma, en
este día de mi cumpleaños me ha parecido que no sólo debía refocilar vuestros
cuerpos con una comida más suculenta, sino también regalar con algún manjar
vuestras almas. Cuál sea este manjar, si no os falta el apetito, ya os lo diré.
Porque es inútil y tiempo perdido empeñarse en alimentar a los inapetentes y
hartos; y hay que dar filos al apetito para desear con más gusto las viandas del
espíritu que las del cuerpo. Lo cual se logra teniendo sanos los ánimos, porque
los enfermos, lo mismo que ocurre en cuanto al cuerpo, rechazan y desprecian los
alimentos.
Por los gestos de los semblantes y voces vi el apetito que tenían todos de
tomar y devorar lo que se les hubiese preparado.
10. E hilvanando de nuevo mi discurso, proseguí:
-¿Todos queremos ser felices?
Apenas había dicho esto, todos lo aprobaron unánimemente.
-¿Y os parece bienaventurado el que no tiene lo que desea?
-No -dijeron todos.
-¿Y será feliz el que posee todo cuanto quiere? Entonces la madre respondió:
-Si desea bienes y los tiene, sí; pero si desea males, aunque los alcance, es
un desgraciado. Sonriendo y satisfecho, le dije:
-Madre, has conquistado el castillo mismo de la filosofía Te han faltado las
palabras para expresarte como Cicerón en el libro titulado Hortensius, compuesto
para defensa y panegírico de la filosofía: He aquí que todos, no filósofos
precisamente, pero sí dispuestos para discutir, dicen que son felices los que
viven como quieren. ¡Profundo error! Porque desear lo que no conviene es el
colmo de la desventura. No lo es tanto no conseguir lo que deseas como conseguir
lo que no te conviene. Porque mayores males acarrea la perversidad de la
voluntad que bienes la fortuna.
Estas palabras aprobó ella con tales exclamaciones que, olvidados enteramente
de su sexo, creíamos hallarnos sentados junto a un grande varón, mientras yo
consideraba, según me era posible, en qué divina fuente abrevaba aquellas
verdades.
-Decláranos, pues, ahora -dijo Licencio- qué debe querer y en qué objetos
apacentarse el deseo del aspirante a la felicidad.
-En el día de tu natalicio pásame invitación, si te parece, y todo cuanto me
presentares te lo recibiré con mil amores. Con la misma disposición quiero te
sientes hoy en el convite de mi casa, sin pedir lo que tal vez no se ha
preparado.
Mostrándose él arrepentido y vergonzoso por el aviso, añadí yo:
-Sobre un punto convenimos todos: nadie puede ser feliz si le falta lo que
desea; pero tampoco lo es quien lo reúne todo a la medida de su afán. ¿No es
así?
Asintieron todos.
11. Respondedme ahora: todo el que no es feliz, ¿es infeliz?
Todos mostraron su conformidad, sin vacilar.
-Luego todo el que no tiene lo que quiere es desdichado. Aprobaron todos.
-¿Qué debe buscar, pues, el hombre para alcanzar su dicha? Tampoco faltará
este manjar en nuestro convite para satisfacer el hambre de Licencio, pues debe
alcanzar, según opino, lo que puede obtener simplemente con quererlo.
Les pareció esto evidente.
-Luego -dije yo- ha de ser una cosa permanente y segura, independiente de la
suerte, no sujeta a las vicisitudes de la vida. Pues lo pasajero y mortal no
podemos poseerlo a nuestro talante, ni al tiempo que nos plazca.
Todos hicieron señales de aprobación, pero Trigecio dijo:
-Hay muchos afortunados que poseen con abundancia y holgura cosas caducas y
perecederas, pero muy agradables para esta vida, sin faltarles nada de cuanto
pide su deseo.
-Y el que tiene algún temor -le pregunté yo-, ¿te parece que es feliz?
-De ningún modo.
-¿Luego puede vivir exento de temor el que puede perder lo que ama?
-No puede -respondió él.
-Es así que aquellos bienes de fortuna pueden perderse; luego el que los ama
y posee, de ningún modo puede ser dichoso. Se rindió a esta conclusión. Y aquí
observó mi madre:
-Aun teniendo seguridad de no perder aquellos bienes, con todo, no puede
saciarse con ellos, y es tanto más infeliz cuanto es más indigente en todo
tiempo.
Yo le respondí:
-¿Y qué te parece de uno que abunda y nada en estos bienes, pero ha puesto un
límite y raya a sus deseos y vive con templanza y contento con lo que posee? ¿No
te parecerá dichoso?
-No lo será -respondió ella- por aquellas cosas, sino por la moderación con
que disfruta de las mismas.
-Muy bien -le dije yo-; ni mi interrogación admite otra respuesta ni tú
debiste contestar de otro modo. Concluyamos, pues, que quien desea ser feliz
debe procurarse bienes permanentes, que no le puedan ser arrebatados por ningún
revés de la fortuna.
-Ya hace rato que estamos en posesión de esa verdad -dijo Trigecio.
-¿Dios os parece eterno y siempre permanente?
-Tan cierto es eso -observó Licencio- que no merece ni preguntarse.
Los otros, con piadosa devoción, estuvieron de acuerdo.
-Luego es feliz el que posee a Dios.
12. Gozosamente admitieron todos la idea última.
-Nada nos resta -continué yo- sino averiguar quiénes tienen a Dios, porque
ellos son los verdaderamente dichosos. Decidme sobre este punto vuestro parecer.
-Tiene a Dios el que vive bien -opinó Licencio.
-Posee a Dios el que cumple su voluntad en todo -dijo Trigecio, con aplauso
de Lastidiano.
El más pequeñuelo de todos dijo:
-A Dios posee el que tiene el alma limpia del espíritu impuro.
La madre aplaudió a todos, pero sobre todo al niño. Navigio callaba, y
preguntándole yo qué opinaba, respondió que le placía la respuesta de Adeodato.
Me pareció también oportuno preguntar a Rústico sobre su modo de pensar en tan
grave materia, porque callaba más bien por rubor que por deliberación, y mostró
su conformidad con Trigecio.
13. Entonces dije yo:
-Conozco ya vuestro pensamiento en esta materia tan grave, fuera de la cual
ni conviene buscar ni se puede hallar cosa alguna, si ahora proseguimos en
profundizarla con mucha calma y sinceridad como hemos comenzado. Mas por
tratarse de un tema prolijo (pues también en los convites espirituales se puede
pecar por intemperancia, cebándose vorazmente en los manjares de la mesa, de
donde vienen los empachos, no menos funestos a la salud espiritual que la misma
hambre) dejaremos esta cuestión para mañana, si os place, y así traeremos a ella
un nuevo apetito. Ahora deseo que saboreéis una golosina que tengo a bien
ofreceros yo, como anfitrión de este convite, y si no me engaño, es como los
postres, que se suelen presentar al final, porque está compuesta y sazonada con
miel, digámoslo así, escolástica.
Oyendo esto aguzóse la curiosidad de todos como ante un nuevo plato, y me
obligaron a manifestarles qué era.
-¿Qué ha de ser -les dije yo- sino que toda nuestra contienda con los
académicos está rematada?
Al oír este nombre los tres, a quienes era conocido el argumento sobre los
académicos, se irguieron alegremente, y como extendiendo y ayudando con las
manos al anfitrión, con las mejores palabras hacíanse lenguas en ponderar el
regalo y suavidad del postre prometido.
14. Les expliqué entonces el argumento de este modo:
-Si es cosa manifiesta que no es dichoso aquel a quien falta lo que desea,
según ya se demostró, y nadie busca lo que no quiere hallar, y ellos van siempre
en pos de la verdad, es cierto, pues, que quieren poseerla, que aspiran al
hallazgo de la misma. Es así que no la hallan. Luego fracasan todos sus conatos
y aspiraciones. No poseen, pues, lo que quieren, de donde se concluye que no son
dichosos. Pero nadie es sabio sin ser bienaventurado; luego el académico no es
sabio.
Aquí ellos, arrebatándolo todo, prorrumpieron en jubilosas exclamaciones. Mas
Licencio, más precavido y escamón para las afirmaciones, observó:
-Yo también arrebaté mi parte con vosotros, y la conclusión me ha colmado de
entusiasmo. Pero no quiero ingerirme nada, y reservo mi porción para Alipio,
porque o juntamente nos repapilaremos de gusto o él me avisará por qué no
conviene tocarlo.
-Más debiera temer esas golosinas Navigio, que está enfermo del bazo-le
objeté yo.
Y sonriendo, me replicó el aludido:
-Precisamente ellas me curarán. Pues yo no sé cómo este argumento, agudo y
artificioso y compuesto con miel de Himeto, es agridulce y no hincha las
vísceras. Por lo cual todo entero, pues ya está picado el gusto, con mucha
fruición va al estómago. No veo cómo pueda argüirse contra esa conclusión.
-No es posible una réplica-arguyó Trigecio-. Por lo cual me alegro de haber
mantenido siempre mi ojeriza contra los académicos. Pues no sé por qué instinto
natural o, por mejor decir, divino impulso, aun sin saber refutarlos, siempre
los miré con hostilidad.
15. Yo-dijo Licencio-todavía no deserto de ellos.
-Luego ¿tú disientes de nosotros?-le dijo Trigecio.
-Tal vez vosotros-le replicó él-, ¿disentís de Alipio?
-No dudo yo de que, si se hallase presente Alipio, se rendiría a este
sencillo argumento-repuse yo-. Pues él no admitiría ninguno de estos absurdos: o
que sea dichoso el que carece de un bien tan estimable del espíritu, en cuya
busca corre tan afanosamente, o que los académicos no quieren hallar la verdad,
o que el infeliz sea sabio, porque con estos tres ingredientes, como con miel,
harina y almendra, está confeccionado el postre que tú no quieres catar.
-Pero ¿cedería él tan pronto a esta golosina pueril, dejando el copioso
raudal del sistema académico, que con su inundación cubriría o arrastraría estos
escorzos del raciocinio?
-Como si nosotros-le repliqué yo-buscásemos disertaciones largas, sobre todo
contra Alipio, porque él seguramente argüiría de su mismo cuerpo que estos
argumentos breves son vigorosos y eficaces. Pero, a fin de cuentas, tú que
vacilas suspendido por la autoridad de un ausente, ¿cuál de las tres partes no
apruebas? ¿Que no es dichoso el que no tiene lo que quiere? ¿O no admites que
los académicos quisieran, hallar la verdad, que es el ideal de su búsqueda? ¿O
tienes al sabio por un infeliz?
-Dichoso es absolutamente el que no tiene lo que quiere -dijo sonriéndose
forzadamente.
Al mandar yo que se tomase nota, dijo.
-No he dicho eso.
Insistí en que se tomase en cuenta, y él confesó que lo había dicho. Pues yo
había dispuesto que no se pronunciase palabra que no constara por escrito. Así
lo mantenía embridado entre el pudor y la firmeza.
16. Y mientras yo, como chanceando, lo provocaba a que tomase para gustar
esta porción suya, advertí que los demás, como ignorantes, pero ávidos de saber
lo que tan jovialmente se trataba entre nosotros, nos miraban sin reírse. Y me
hicieron el efecto, como ocurre muchas veces en los convites, de los que, por
hallarse entre convidados muy golosos y voraces, se abstienen de tomar parte por
un sentimiento de dignidad y de mesura. Y, pues, yo los había convidado,
actuando de magnánimo y generoso invitador de aquel banquete, no pude aguantar,
y me impresionó aquella desigualdad y discrepancia de la mesa. Sonreí a la
madre. Y ella libérrimamente, como mandando sacar de su despensa lo que se
echaba de menos, dijo:
-Dinos, pues, manifiéstanos: ¿quiénes son esos académicos y qué es lo que
quieren?
Y habiéndole expuesto con brevedad y lucidez lo que eran, para que nadie lo
ignorase, concluyó ella:
- ¡Bah!, esos hombres son los caducarios (nombre vulgar para designar a los
que ha estropeado la epilepsia); y al punto se levantó para retirarse; y todos,
satisfechos y joviales nos retiramos también, poniendo fin a nuestra discusión.
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