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3. Fe y razón: creer para conocer (Teoría del Conocimiento)


3.1. Síntesis de fe y razón en Agustín. 
Entender para creer, creer para entender (intelligo ut credam, credo ut intelligam)
El pensamiento agustiniano puede definirse como fusión entre Fe y Razón.
Una vez probada la existencia de la verdad, Agustín intenta describir el camino hacia ella. El ser humano debe conocer la verdad para alcanzar la serenidad y el gozo que requiere su alma. La posesión de la verdad, antes que ser objeto de la ciencia, es objeto de la sabiduría, puesto que tener sabiduría hace feliz al ser humano. Por ello, la búsqueda de la Verdad no es únicamente un método de conocimiento, sino un camino espiritual, una peregrinación, un recorrido.
La búsqueda agustiniana de la verdad no es únicamente contemplativa, sino eminentemente «activa», puesto que parte de la necesidad de la verdad. No implica sólo conocimiento, tal como veremos a continuación, sino también fe y amor. Para el pensador de Hipona el ser humano es un sujeto que se mueve bajo el impulso el amor. Por medio del amor, el objeto amado se hace dato de conocimiento. Aquí reside precisamente la importancia de la voluntad en el proceso de conocimiento general (queda clara pues la influencia de Platón también en esta cuestión).
La teoría del conocimiento de Agustín se halla orientada en la noción de certidumbre, puesto que el ser humano quiere la seguridad plena de ser feliz. Y como la certidumbre debe ser absoluta, no puede basarse únicamente en los sentidos (puesto que el conocimiento sensible no puede ofrecer al ser humano la seguridad plena), sino que debe basarse también en la fe. La fe y la razón deben actuar conjuntamente.
Por otro lado, cabe decir que toda religión se nutre de misterios, y que los misterios son resultado de la relación del ente humano con Dios. A Él se llega a través de la revelación, y posteriormente el ser humano se esfuerza por entender y racionalizar esa creencia, esa revelación.
El cristianismo ha defendido desde sus inicios que el creyente debe intentar comprender lo que cree. Dicho de otro modo, la fe no debe, en principio, proscribir a la razón, y a su vez la razón no debe, en principio, repudiar la fe. El creyente debe preguntar por Dios de manera razonada. El filósofo cristiano no distingue fe y razón, y la fórmula correcta para relacionarlas sería la siguiente: creo para entender, entiendo para creer (credo ut intelligam, intelligo ut credam).
El objetivo de Agustín de Hipona no es poner límites entre la fe y la razón, sino alcanzar la verdad cristiana con la ayuda de ambas. Considera que la verdad cristiana es la única verdad, y es por tanto la que le interesa dilucidar. Y para cumplir dicho objetivo, la fe y la razón colaboran de la manera siguiente:
— Al principio, la razón ayuda al ser humano a lograr la fe.
— A continuación, la fe conduce e ilumina a la razón.
— De la misma manera, la razón ayuda a esclarecer los contenidos de la fe.

3.2. Tipos de conocimiento
Agustín es un gran investigador de la verdad y la sabiduría. La verdad es el fin que debe alcanzar el ser humano para lograr la felicidad. Este planteamiento evidencia una clara influencia de Platón. Como ya hemos señalado, es posible el conocimiento, pero se debe buscar el camino de la verdad. El ser humano es un ser formado por cuerpo y alma, y Agustín analiza el papel de cada uno de ellos en el proceso del conocimiento. El filósofo de Hipona distingue dos niveles de conocimiento: conocimiento sensible y conocimiento racional.

a) El conocimiento sensible
Consiste en la percepción de los objetos. Los objetos producen alteraciones en nuestros sentidos, pero estas alteraciones no suceden en el alma, sino que ésta percibe la transformación que ha sufrido el cuerpo, y a través de ella, conoce a los objetos físicos.
Cuando algo procedente del mundo exterior afecta a los sentidos, estos últimos perciben esa acción, que no pasa inadvertida para el alma. Algunas sensaciones nos informan del estado de nuestro cuerpo, y otras nos transmiten los datos del entorno. Los objetos derivados de nuestras sensaciones aparecen y desaparecen, se suprimen unos a otros.
No los podemos captar de forma adecuada, puesto que carecen de ser verdadero. Por tanto, la auténtica verdad es inalcanzable mediante el conocimiento sensible, y dicha verdad proviene del conocimiento de los objetos inmutables que el alma encuentra en su interior.

b) EL conocimiento racional
Este conocimiento es mucho más importante que el conocimiento sensible, y comprende dos niveles según Agustín de Hipona:

Conocimiento científico. Este nivel inferior de conocimiento racional ofrece información sobre la realidad exterior. Partiendo de los datos sensoriales, la facultad racional elabora juicios sobre los objetos así captados, comparándolos con los modelos eternos, esto es, con las ideas que provienen de la iluminación divina. Este nivel de conocimiento es común a toda la especie humana, y la distingue de todos los demás seres.

Conocimiento de la sabiduría. Este nivel superior de conocimiento racional permite conocer las verdades eternas. Dios ha puesto dentro del ser humano las verdades eternas o ideas ejemplares del mundo físico, y se denomina contemplación al hecho de distinguir o conocer estas ideas eternas tal como son. Una vez más queda clara la influencia de Platón.
Al igual que el fundador de la Academia, Agustín se cuestiona también cómo puede decirse que una cosa es bella si no se conoce la belleza en sí. Las sensaciones son privadas e individuales (a quien algo le parece caliente, a otro le parece frío), pero las verdades universales, las eternas, son comunes para todos. Estas verdades eternas se encuentran en el nivel de la razón: son las verdades objetivas de la ciencia y la sabiduría. Las verdades matemáticas, por ejemplo, no son mías ni tuyas, y valen para todos. No son verdades mundanas, no nos han sobrevenido de los sentidos, ya que todo lo conocido mediante ellos es mutable. Son verdades imperecederas y se encuentran en la razón, pero no son la razón.
Según el pensamiento agustiniano, el ser humano está seguro de su naturaleza mutable, pero encuentra en su interior las verdades inmutables, y por ello, las ideas ejemplares eternas del ser humano son superiores a él. Platón sitúa a las ideas eternas ejemplares en el mundo de las ideas; los neoplatónicos las interpretan como ideas situadas en la inteligencia divina. Pero, ¿cómo puede reconocer el ser humano estas ideas inalterables?

3.3. Iluminación
Según Platón, de la misma forma que el Sol ilumina a los objetos en el mundo sensible, se pueden conocer las ideas eternas, puesto que están iluminadas por el Bien. Para Platón el Bien es principio de visibilidad. Para el filósofo de Hipona, sin embargo, la luz que ilumina las ideas inmutables proviene de Dios. La luz que ilumina la razón humana proviene de Dios. De la misma forma que el Sol hace visibles los objetos sensibles, la iluminación divina hace visibles las ideas eternas a la inteligencia. La razón humana es variable y no puede, por su propio entendimiento, percibir las verdades inmutables, que son de una categoría superior a nuestro intelecto. Necesitamos, por tanto, la iluminación divina, para percibir lo que supera y transciende a nuestro intelecto, puesto que no existe criatura alguna, por mucha capacidad intelectual que tenga, que pueda dar luz a tales ideas eternas. Sólo bajo la iluminación de la verdad Eterna sería posible hacerlo.
No podemos conocer las verdades eternas, inmutables y necesarias por medio de nuestra experiencia mutable, temporal y contingente; y, del mismo modo, nuestra inteligencia mutable, temporal y contingente tampoco las puede percibir. Por consiguiente, sólo las podemos conocer gracias a la iluminación divina. Ésta es natural y común cuando se trata del mundo sensible, pero es natural y específica cuando nos referimos a las ideas eternas. Dios es el Maestro interior que nos enseña la verdad y la luz que nos ilumina, y la facultad cognoscitiva y el objeto de conocimiento no son suficientes, puesto que también necesitamos la luz. Así pues, Agustín encuentra la huella de Dios en el interior del ser humano.

3.4. La interiorización
El punto de partida no está en el exterior, sino en el interior del ser humano. Por tanto, la verdad reside en la profundidad del ser humano, en su conciencia. El pensamiento que encuentra la verdad debe partir de su propia evidencia, puesto que el punto de partida indudable e irrefutable se encuentra en la autoconciencia. 
El ser humano halla en su interior:

  • Por una parte, una naturaleza variable e inestable. El conocimiento sensible, aunque tiende a buscar objetos invariables y duraderos, ofrece objetos inestables. Si los sentidos no nos ofrecen esa estabilidad, debemos buscarla en el interior del espíritu.
  • Por otra, verdades inmutables, desde las verdades matemáticas hasta las más indudables y universales. Tales verdades rebasan la mutabilidad de la naturaleza humana, y, por tanto, ésta —que es cambiante— no puede ser su fundamento. El origen de ellas ha de encontrarse en la misma inteligencia divina, donde residen las ideas en tanto que modelos de los entes. Y el ser humano no las puede conocer si no es con ayuda externa, pues se trata de un ser contingente, y las ideas, en cambio, son absolutas. De ahí que Dios ilumine al ser humano para conocer las verdades inmutables, ejemplares y absolutas. Y el ser humano encuentra estas verdades en su interior, en su conciencia, puestas ahí por Dios.

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