La filosofía agustiniana entorno
al ser humano se basa en el modelo dualista, y al igual que el resto de sus
planteamientos, su antropología presenta influencias neoplatónicas.
2.1. El ser humano es un ente compuesto
Dios
hizo al hombre a su imagen y semejanza. El ser humano, ente formado por alma inmortal y cuerpo mortal,
constituye la cúspide de la creación. El hombre es esencialmente alma racional
—que es principio inmaterial—. La inmaterialidad del alma y su carácter
substancial son pruebas claras de su inmortalidad.
Para Platón, el alma es el principio vital, y
puesto que
lo vital es
incompatible con la muerte, el alma no puede morir.
Para Agustín, en cambio, el alma es parte
de la Vida, y toma su esencia del Principio que es Vida, por lo que no puede morir. Además, el alma no existía en el mundo
de las ideas antes de unirse al cuerpo, sino que es Dios quien crea
directamente el alma espiritual de cada ser humano.
El alma se adhiere al cuerpo impulsada por
una tendencia natural, y lo anima, cuida y rige. Gracias al alma, se convierte
en materia viviente e informada. El cuerpo resucitará al terminar el mundo. El
alma debe dirigir al cuerpo, sin embargo no siempre sucede así: debido al
pecado original el hombre es un ser caído y su alma no tiene fuerza para
dominar el cuerpo. El ser
humano es pecador: posee una tendencia natural hacia el pecado, el cual
comete como efecto de un mal uso de su libertad.
Desde
la óptica de la filosofía griega, por el contrario, la razón de la conducta
incorrecta se debe a la ignorancia. En la mentalidad agustiniana, sin embargo,
se debe a la voluntad. Por el pecado original el hombre nace con una voluntad
débil. El hombre no puede salvarse por su propio esfuerzo, sino que precisa la gracia que le llega del exterior. La voluntad
humana, que tiene sus raíces en el alma, está descompuesta a causa del pecado
original, y no puede cumplir sus funciones, puesto que se encuentra sometida a
los impulsos del cuerpo. La inclinación hacia el mal, es decir, hacia el
pecado, puede ser vencida por la gracia de Dios. El ser humano supera su
limitación en virtud de la gracia. La
gracia impulsa al hombre desde su interior, para llevarle a alcanzar un
conocimiento más alto que el que corresponde a su naturaleza.
2.2. La libertad y el problema del mal
La visión agustiniana sobre la
libertad difiere completamente de la nuestra. El pensamiento de Agustín sobre
la libertad es de naturaleza teológica. Para nosotros libertad y liberum arbitrium (libre albedrío) son
sinónimos, no así para Agustín.
a) La libertad y el libre albedrío
San Agustín distingue entre los conceptos de libre albedrío y libertad:
- El libre albedrío es la capacidad que tiene el ser humano de obrar voluntariamente y que, a partir del pecado original, está orientada hacia el mal.
- La libertad es la capacidad para hacer únicamente buen uso del libre albedrío. En eso consiste la auténtica libertad, que necesita de la gracia divina.
Así, a pesar de que el hombre haya sido creado libre, desde el momento en que comete el pecado original conserva únicamente un libre albedrío frágil para elegir lo que debe: amar a Dios, porque la voluntad humana tiende a la felicidad, y solo en Dios puede hallarla.
Como el alma humana es un alma caída a causa del pecado original, y, como consecuencia, tiende hacia la materia y acaba tiranizada por el cuerpo, es decir, no puede evitar pecar. La humanidad está, por tanto, condenada por el hecho mismo de arrastrar el pecado original. San Agustín, a diferencia del pelagianismo, defiende que el alma caída no puede salvarse por sí misma si Dios no le concede la gracia de poder levantarse. Solo la gracia divina —que Dios otorgará a los elegidos por él—, hará libre a la voluntad, porque la auténtica libertad consiste en hacer buen uso del libre albedrío, es decir, en hacer el bien y no el mal.
Libertad y libre albedrío no son para san Agustín, pues, términos sinónimos. La relación que existe entre estos dos conceptos queda expuesta en estas palabras de E. Gilson: «No hay que olvidar que la gracia es un socorro que Dios pone a disposición del libre albedrío; por tanto, no lo elimina, sino que coopera con él, restituyéndole la eficacia para el bien de que el pecado le había privado. Para hacer el bien se requieren dos condiciones: un don de Dios, que es la gracia, y el libre albedrío. Sin el libre albedrío no habría problema; sin la gracia, el libre albedrío no querría el bien o, en caso de quererlo, no podría realizarlo. Consiguientemente, el efecto de la gracia no es suprimir la voluntad, sino convertirla de mala —como se había hecho— en buena. Este poder de usar bien el libre albedrío (liberum arbitrium) es precisamente la libertad (libertas)».
- Dios ha
creado al hombre libre ya que la libertad es un bien en
cuanto que permite la elección entre el bien y el mal,
pero también le hace al hombre responsable de dirigirse a bienes mudables
o a Dios, único bien que colma de felicidad. Dios pedirá cuentas de este
empleo de la libertad. Pero al tipo de “libertad” que tiene el hombre
después del pecado original lo denomina libre albedrío (liberum
arbitrium) que, propiamente, no es libertad.
- El
libre albedrío es, una libertad menor (libertas minus), una
libertad amenazada por la naturaleza corrompida por el pecado que la inclina
al mal (se opone al pelagianismo que minimiza
esta inclinación al mal) y amenazada también por la gracia de
Dios que lo empuja al bien. Esta libertad menor es la libertad ordinaria
de los hombres. Les permite ser responsables y obrar moralmente. Es una
libertad suficiente para la vida que no evita que se cometan errores,
pecados, que exigen una purificación. El pecado es una voluntad desviada
del amor a Dios y dirigida al amor propio. Así como el hombre necesitaba
de la ayuda externa de la iluminación para alcanzar la verdad, también en
el comportamiento necesita de la ayuda externa bajo la forma de gracia
para ser verdaderamente libre.
- Por eso
hay que distinguir entre libre albedrío (capacidad de
obrar voluntariamente) y libertad, propiamente dicha,
capacidad para hacer buen uso del libre albedrío (libertas maior). Esta
libertad mayor es una libertad que sólo se da en la vida santa. Es propia
del estado de gracia y, en este caso, el hombre se ve imposibilitado de
hacer el mal. Lleva la vida de los bienaventurados.
- Pero
hay un problema: Si la salvación depende de la gracia ¿está el
hombre predestinado, como decía Orígenes? Agustín defiende una
peculiar doctrina de la predestinación: Dios sabe quienes serán
condenados, pero estos continúan siendo libres de salvarse. Dios ofrece la
posibilidad de salvación a los hombres pero estos, libremente, la rechazan.
b) El origen del mal
Es un hecho comprobado la presencia del mal en el mundo. Observamos los males físicos de la naturaleza (terremotos, tormentas, sequías, etcétera), los males morales (la malevolencia, el crimen, la venganza, las guerras. las debilidades intelectuales, las depresiones, la soledad, la ansiedad, los temores, etc.); ¿quién tiene la culpa de todos estos males?, ¿qué explicación tiene la existencia del mal?
Los maniqueos afirmaban que el bien procedía del principio del bien (Ormuzd) y el mal del principio del mal (Ahrimán). Por lo que parece, los maniqueos resolvían así la cuestión de manera fácil y clara.
Agustín reflexiona en torno al mal físico desde el punto de vista de los entes creados y corrompibles. La corruptibilidad no es un mal en sí misma; las cosas corrompibles son buenas, puesto que todo lo creado por Dios es bueno. Las cosas son corrompibles, ya que de lo contrario serían Dios. Y si no fueran buenas, no existirían. Por consiguiente, todas las cosas existentes son buenas, pero no absolutamente buenas.
Dios es el ser pleno, el bien absoluto e inmutable. Los seres creados, en cambio, la naturaleza humana en particular, son buenos, en la medida en que existen. Así, el bien es proporcional al ser; y, por tanto, el mal no puede ser considerado como un ente contrario al bien. El mal no es más que un modo de referirnos a la ausencia de un bien concreto.
Por otro lado, el mal moral proviene del uso inadecuado que realiza el hombre de su libre albedrío, y en ello, él es el responsable, y no Dios. En este sentido, el libre albedrío no es un bien absoluto, puesto que conlleva el peligro de obrar mal. Sin embargo, es un bien parcial, un bien que es condición necesaria para la felicidad. El objetivo del ser humano es ser feliz, y para conseguirlo debe retornar y amar al Bien Supremo, a Dios, y cumple su voluntad, el ser humano actúa correctamente, pero cuando se aleja de Él, actúa de manera inadecuada, y surge el mal moral.
c) Deseo o voluntad de Dios
Dios manifiesta de dos maneras
distintas su deseo o voluntad a los
seres humanos:
—Dios comunica a determinados
individuos (profetas principalmente) su voluntad mediante la revelación. La
voluntad divina revelada a los profetas es incluida posteriormente en los
Libros Sagrados, es decir, en la
Biblia.
—Dios manifiesta a cada persona en su conciencia cuál es
el camino que debe seguir y cuál es el que le lleva a su perdición.
Por tanto, cuando el creyente
acata la voluntad de Dios manifestada en la Biblia o cumple lo que le dicta su conciencia,
entonces se acerca a Dios, alcanza la felicidad y logra su salvación.
Únicamente Dios le proporciona la felicidad. Pero cuando incumple la voluntad
divina, se distancia de ella y cae en el pecado, entonces es infeliz y se
condena a sí mismo. Llegado a esa situación, puede redimirse mediante el
sacramento de la confesión, el bautismo, etc.
De esta manera, Agustín se
distancia claramente del planteamiento moral socrático. En la ética de Sócrates, la bondad o maldad de las acciones dependía
del conocimiento, y el mal moral era efecto de la ignorancia. Para Agustín de Hipona, en cambio, la bondad o maldad son consecuencia de la
voluntad, pero es una voluntad menoscabada, que no es capaz de plasmar su
deseo.
2.3. La felicidad y la posesión de Dios
Agustín no trata únicamente de
hallar una verdad, y lo que verdaderamente busca es encontrar la verdad que satisfaga al corazón humano, puesto que
únicamente a través de ella se logra la felicidad. Podría decirse que Agustín
es eudemonista en ese sentido. Pero
su eudemonismo no consiste en alcanzar bienes temporales o en satisfacer las
pasiones. Tampoco consiste en un placer o contento estable, moderado y
razonable, al modo de los epicúreos. Todas esas son felicidades efímeras,
incapaces de satisfacer al ser humano. La
verdadera felicidad se encuentra únicamente en la posesión de la verdad
completa, verdad que debe trascender todas las verdades particulares, pues
de lo contrario no sería, propiamente hablando, una verdad. La
Verdad que busca Agustín es la medida (absoluta) de todas las verdades posibles. Esta
Suprema Medida es, y sólo puede ser, Dios, y conocer y poseer a Dios brinda la
felicidad al ser humano. Sólo el sabio es feliz, pues es conocedor de la
verdad, y nadie puede ser feliz si no desea la verdad. A quien no ha hallado la
verdad no puede llamársele feliz.
Los escépticos griegos mantienen
que la verdad es incognoscible, y Agustín se muestra contrario a dicha
aseveración. En Contra academicos y
otros escritos, el pensador de Hipona desarrolla diversos argumentos contrarios
al escepticismo. Por un lado dice que los escépticos no tienen razón, puesto
que su tesis incurre en contradicción («no existe ningún conocimiento seguro»).
Si no podemos conocer nada con seguridad, tampoco podemos afirmar con
rotundidad que no existe ningún conocimiento seguro.
Por otro lado, Agustín ofrece un
segundo argumento contra los escépticos: si
fallor sum, es decir, si me equivoco, si me engaño, entonces al menos sé
que estoy equivocado, esto es, sé con seguridad que soy algo que se equivoca. Y
eso prueba que el escepticismo absoluto no es posible, que existe la verdad y que el conocimiento es
posible.
Esta afirmación agustiniana se asemeja al «Cogito, ergo sum» de Descartes (pienso, luego existo), y por ello se dice que la afirmación cartesiana es una versión de la anterior y que, en ese sentido, Agustín es el predecesor de Descartes
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Esta afirmación agustiniana se asemeja al «Cogito, ergo sum» de Descartes (pienso, luego existo), y por ello se dice que la afirmación cartesiana es una versión de la anterior y que, en ese sentido, Agustín es el predecesor de Descartes
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